Llego a pie hasta la Plaza de la Virgen de los Reyes entre murmullos cofradieros de un gentío, cada vez más numeroso, que se arremolina en grupos esperando el acontecimiento queriendo disimular tanto entusiasmo e impaciencia. Se percibe algo que, flotando en el aire, a todos subyuga. Me detengo frente a la Puerta de los Palos ¿o debería llamarla Puerta de la Epifanía?, dejando a mi derecha la fuente que preside la plaza, y respiro la calidez de los olores que fluyen y perfuman el ambiente, observo el vuelo de las palomas acariciando los muros catedralicios y escucho atento el sonido del pueblo ansioso de arropar a su querida imagen. La tarde va cayendo, el día se ha oscurecido y la noche va inundando todos los rincones. No hace frío, al contrario, la primavera ya se engalana y hace sus primeros intentos de instalarse cómodamente en Sevilla. Casi están los naranjos en flor. Llegan las fechas, llegan los días. Vuelven los ritos, los recuerdos, las emociones; vuelven los siglos de historia de esta ciudad que se convierte en Jerusalén sacra. Se nos anuncia el retorno de las horas sagradas de incienso y azahar, y regresamos a ese periodo temporal en que todo parece detenerse, regresa la ilusión inocente de ver las calles repletas de nazarenos con túnicas y capirotes, cruces de penitencia, pasos monumentales, largas cofradías, gentes devotas; se anuncia el anual retorno de lo que todos sabemos que va a ocurrir: la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo según el pueblo erudito de Sevilla.
El Vía Crucis del Consejo Superior de Hermandades y Cofradías ha debido finalizar dentro de las naves del magno templo y al poco tiempo, justo a su hora prevista, aparece la Cruz de Guía de la Hermandad flanqueada por dos faroles para detenerse bajo el dintel de la Puerta de la Epifanía –porque definitivamente, hoy, la llamaré así-, y entonces avanzan lentos hacia la Plaza del Triunfo abriendo paso al cortejo de cirios encendidos. Se suceden los minutos y ya veo los cuatro ciriales que preceden al Señor. La muchedumbre llena la plaza y poco a poco se apaga el rumor. Por fin, las andas llevadas por los hermanos que portan la divina imagen atraviesan el dintel de la puerta y, de repente, en un sinfónico estallido sonoro con sabor a ciudad dormida que despierta y se postra para adorar y amar a su Cristo, un generoso coro de campanas celestiales, cual fina lluvia de alborozos y sonrisas angelicales, repica jubiloso desde la Giralda lanzando al aire de Sevilla el mensaje de su venida, el anuncio de su llegada. Tañen estrepitosas las campanas con tanta fuerza, que se diría saludan al Hijo de Dios crucificado, declarando su presencia, convocando a los fieles a su paso, anunciando su divinidad, afirmando la majestad y realeza universales que le son inherentes desde que Juan de Mesa lo tallara con sus gubias. Ha salido de la Catedral y vuelve a la Capilla de la Universidad por el camino más corto. Todo es sonido atronador y estremecimiento en la plaza porque Él se hace presente. Cristo estudiantil prendido a su Buena Muerte, porque no es una muerte en balde sino dulce sueño de plena serenidad frente a su misión salvadora. Dormido entre aromas de lirio y clavel, este Cordero sumiso, entregado en el patíbulo de noble madera, nacida de aquel dichoso roble del viejo jardín de los Duques de Montpensier, avanza mimado entre corazones henchidos de nostalgia y amor por Él. Avanza querido por todos, acompañado de tantos jóvenes que se hacen suyos, que quieren verle y estar cerca de Dios. Fidelidad multitudinaria e inquebrantable a un Cristo que vive y duerme en la eternidad junto al Padre por la salvación de este mundo.
El pueblo cofrade lo lleva en sus hombros con cierta premura a través de la Plaza del Triunfo, Miguel Mañara, Plaza de la Contratación, San Gregorio, Puerta de Jerez y San Fernando. Calles y plazas oscuras le reciben solemnes bajo el arrullo de una capilla musical y callan al verle pasar envuelto en una nube de incienso que parece acunarlo porque no se despierte de su dulce sueño. Mi pensamiento y mi vista están en todo momento clavados en Él, ávidos de alimento espiritual que reparta misericordioso durante su tránsito. Patente profundidad teológica. No hay más que fijarse en su figura, en su expresión facial de ternura y en esa paz radiante para comprender y comprenderse uno mismo, para entender que es elocuente y delicada poesía este Cristo difunto capaz de quedarse dentro de nosotros. Porque es lección de vida eterna este Maestro de humilde sabiduría que nos enseña siempre a afrontar la parte difícil de nuestra vida terrena.
Y surgen los sentimientos desde lo más hondo, las personas queridas de siempre, los lugares, aquellos Martes Santos para el recuerdo, las promesas, los deseos... Es Cuaresma. Pronto estará aquí la Semana Santa, la Semana Grande de la primavera sevillana. Le miro atento y lo persigo en mi afán por no separarme de su vera, y contemplándolo le hablo, le digo y le rezo desde mi alma:
Yo quisiera, Señor, amarte siempre
cada momento de mi vida
como leal siervo tuyo
y permanecer asido
al candil de tu fuego soberano.
Yo quisiera, Señor, seguirte siempre
aprendiendo tu lección universitaria,
y cuando alcanzara mi ocaso
llegar hasta tu Buena Muerte.
Stmo. Cristo de la Buena Muerte |
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