jueves, 8 de marzo de 2018

Vísperas (2)


A estas alturas del calendario ya no quedan dudas. Desde que el sacerdote nos dibujó con ceniza de olivo bendecido una cruz en la frente y nos susurró gravemente al oído, “Memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”, los días del almanaque se suceden parsimoniosamente uno detrás de otro con cuentagotas y vamos aprendiendo que todo va quedando más cerca. Estos son los días a modo de prefacio o preludio en que la intensidad de las emociones y el sentimiento irá aumentando paulatinamente de forma espontánea a través de los firmes resortes de nuestra memoria más lejana. Repertorio continuado de evocaciones convergentes en un mismo lugar que nos hará regresar poco a poco del letargo en que el reloj nos ha tenido cautivos durante meses.    


Proemio sinfónico interpretado por la tibieza floreciente del sol acariciando nuestras sienes; el naranjo que reestrena su traje salpicado de níveos azahares; la propina generosa y acompasada de la luz al terminar cada tarde; el perfume de mil y una fragancias conocidas inundando plazas, esquinas y callejones; la ausencia nostálgica de los que nos enseñaron cómo y dónde estar para no perdernos un detalle; una foto sencilla con porte de mujer pregonera asomando a un cartel de tertulia añeja; la ilusión renovada de ansias como si nuestra existencia comenzara verdaderamente esta vez; el gozo de los recuerdos mejor guardados; la impaciencia de quien sabe que lo que se avecina es un volver a nacer; un ensayo nocturno de nobles parihuelas con fantasmas inmóviles ocultos en blancas sábanas; los últimos cultos internos que completan un rosario interminable de triduos, quinarios, novenas y besapiés; un puesto de incienso, carbón y romero del que surgen volutas de humo perfumando los aledaños de una plaza con nombre de pan; un antiguo escaparate con tramos de nazarenos en miniatura bañados con caramelo y más adelante otro con bandejas llenas de torrijas empapadas en vino solera y miel; una banda de vientos metálicos y tambores tronando partituras de siempre al cobijo de los muros pétreos de un puente decimonónico; un Vía Crucis con Dios hecho hombre repartiendo invitaciones a quienes sepan leer los renglones que sólo Él sabe trazar; el vaivén acompasado de afilados capirotes anhelando su estreno en la procesión; la danza anual de las túnicas acudiendo a la lavandería para quedar impolutas; un eterno pregón sin escribir custodiado en el cajón de la más sentida memoria de quien siempre supo que nunca lo podría decir; aquellas manos primorosas dedicadas por entero al trabajo de una saya azul bordada en plata y su amor desmedido por entregar a tiempo la pieza que estrenará un martes por la tarde la vecina más hermosa del barrio de San Bartolomé paseando bajo admirable palio convertido en templo efímero; todo eso y más, llena a rebosar las fechas que anteceden a las jornadas supremas. A esto y más llamamos vísperas sin saberlo, sin saber exactamente de qué hablamos. Porque mientras nos traen puntuales los mensajes que cada año esperamos y les dedicamos tiempo en resolver cómo y de qué manera transcurren, se nos escapan de entre las manos de la misma forma que luego ocurrirá con los días que configuran la verdadera vida de esta ciudad.


Así es. Y cuando concluya este introito de suave melodía y los instrumentos convocados ya estén perfectamente afinados, dará comienzo la más extraordinaria fiesta primaveral que puedan disfrutar los sentidos. Una orquestación de imágenes, sonidos y olores que harán culminar esta sucesión de horas en que pondremos todo nuestro afán para que hasta la última gota de cera cumpla su tarea de iluminar el camino a los que ven y a los que no ven. Ese es el cometido de las vísperas, esa es su misión. Despertarnos cariñosamente y avisarnos entre murmullos de lo que ya sabemos de antemano: que tenemos que preparar, sin prisas pero sin pausas, la conmemoración más solemne del Hijo de Dios, la que nos recuerda cada año que por nosotros se hizo Hombre, bajó a la tierra para padecer, morir en la cruz y al tercer día retornar gloriosamente tras la anunciada resurrección.