martes, 5 de abril de 2011

Proemio cofradiero

El reloj de la memoria vuelve a marcar la hora señalada de antemano. Cada uno de los que luego asistiremos al magno acontecimiento lo sabemos. En esto no podemos ni queremos engañarnos. Porque este reloj de la memoria que puede mover los resortes más recónditos de nuestra más pura esencia, también es capaz de trasladarnos a la infancia casi olvidada. Y en ella recogeremos asombrados las raíces de lo que ahora somos. Sí, nos detendremos ante escaparates con nazarenos hechos de caramelo y papel, y pasos en miniatura ante los cuales habremos contemplado la atónita mirada de nuestros hijos; y otros con encajes delicados, escudos y cordones de los más diversos colores con los que veremos extasiados engalanar a la Virgen de nuestros amores o con los que habremos aderezado nuestra túnica. Volveremos a subir y bajar la interminable rampa de los pasos de El Salvador ignorantes de nuestra más vulnerable libertad. Después repararemos en la Cruz dentro de una hornacina de aquella calle que nos recordará silenciosa dónde, cómo, cuándo y por qué. La airosa espadaña junto al espigado ciprés en la plaza más colosal serán santo y seña cada vez que a lo largo de nuestra vida crucemos bajo la atenta mirada de la Torre Fortísima. El olfato también se sumará a este mosaico de recuerdos y punzadas cordiales. Será cuando nos encontremos con diminutas chimeneas de barro cocido sobre una mesita perfumando el aire tibio con solemne incienso, y entonces los sentidos estarán alertas como si fuera a aparecer de repente un canasto de caoba dibujado con líneas renacentistas o un palio bizantino de azul pureza y plata, o cuando se presente la primera fragancia de azahar ante nosotros avisando de que ya no habrá vuelta atrás y de que todo se podrá desmoronar en nuestro interior más frágil. Todas las sensaciones vividas se agolparán de repente y tendremos que ponerlas en orden a riesgo de quedar aturdidos. Son muchos los lugares -plazas, patios, callejuelas, atrios, esquinas- en los que podremos reencontrarnos con restos casi desconocidos de nosotros mismos. Allí nos veremos una vez más siendo lo que fuimos, aferrados a la mano de alguien que nos quiso tanto como para ofrecernos el privilegio de pertenecer a aquellos muros sagrados.

No hay escapatoria. Estas son nuestras verdaderas señas de identidad, a las que acudiremos siempre que perdamos el rumbo porque sabemos que siempre estarán ahí esperándonos. Es necesario haber sido el niño que disimulamos y haber aprendido a esa edad tantos motivos y razones para justificar el regreso cada año al encuentro con Dios y su Madre. Esas razones nos las entregaron con todo su amor y generosidad nuestros mayores como herencia y legado poderoso al que asirnos. Y hoy, un día cualquiera de la Cuaresma, volvemos a confirmar gozosos que nos acompañarán leales el resto de nuestros días. 





1 comentario:

  1. Mi querido Tanquan.
    Ese esbozo de la cuaresma, es como trasladar nuestra edad actual a las vivencias infantiles, de nuestros recuerdo más añejos y primigenios.
    Una vez más me dejas atónito.
    José Miguel García.

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