Era un radiante día de nuestra ardua y azarosa vida. Era una hora
de la mañana en que la luz bañaba cada rincón y no quedaban dudas sobre la
propia existencia. Todo aparentaba orden y calma aquel día. Una llamada
imprevista, una señal punzante e incómoda que aceleró mi paso por puro
instinto. Inmediatamente percibí las alarmantes luces rojas parpadear a lo
lejos pero además noté que se acercaban lentamente a mí y que no las iba a
poder detener. Era un día en que, de repente, el mundo empezó a derrumbarse
como un castillo de arena levantado en la orilla de alguna playa mientras la
marea amenaza con subir. Aquel día se hizo de noche mucho antes de que el sol
se recostara en el mar y por eso aprendí que con decir adiós no iba a ser
suficiente. Vi caer a plomo las grandes piedras de la fastuosa portada que daba
entrada a un palacio construido sobre sueños ajenos, pero dentro ya no había
habitantes porque habían huido entre gritos y espantos. Yo no dije adiós, yo no
me despedí, pero tampoco supe qué decir. Casi no hubo palabras. La catarsis
sufrida pudo conmigo y con mis posibilidades reales de comprender el negativo
de aquella foto.
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