martes, 23 de septiembre de 2014

Abrazar la Cruz

- El Señor lleva la Cruz al revés que los demás Nazarenos de la ciudad. Fíjate, no es como en los otros pasos. La cruceta le queda a la espalda. Lo que pasa es que no la está cargando sino que la está abrazando…



Así le explicaba un sevillano cabal a un forastero cualquiera la iconografía que se representa en el primero de los pasos de la Archicofradía de Jesús Nazareno de la ciudad de Sevilla la pasada Semana Santa. Absolutamente cierta la, breve pero certera, aclaración de lo que sucede sobre el canasto salpicado por esa miríada de rollizos querubines que parece dulcificar el tránsito hasta el Gólgota. Jesús Nazareno, el Guardián de los Hombres, toma entre sus manos, y por ende entre sus brazos, la Cruz que será instrumento definitivo para la salvación. Revestida de plata y carey, aparece colosal junto a su pobre cuerpo escarnecido, maltratado y herido con saña.

En la cartela del costero derecho del canasto del paso del Señor, nos dice San Juan en su Evangelio: Et bajulans sibi crucem, exhibit, que viene a ser en nuestro castellano: “Y tomando su cruz, salió (del Pretorio)”. Pero antes de nada tuvo que tomarla, recibirla, acogerla. Y se puede pensar que además quiso abrazarla. Pero qué contradictorio imaginar a un hombre, aún siendo el Hijo de Dios, abrazando el patíbulo en el que habría de perecer lenta y agónicamente abrumado con tormentos y fuertes dolores. Sin embargo, precisamente por su condición divina, hubo de tratar al Santo Madero con verdadera sumisión y amor sincero. No cabe otra opción. Jesús recibe su Cruz saludándola, queriéndola y a continuación la lleva sobre sus hombros con toda resignación pero también con la dignidad y el convencimiento propio de quien está seguro de su tarea salvadora, seguro de que la voluntad del Padre está detrás de la misión que se le ha encomendado. Y, aunque posteriormente, se preguntará muy fugazmente por qué ese mismo Padre le ha abandonado justo en el peor momento de su existencia, no podrá pasar por alto que, paradójicamente, lo único que le une al hogar de los mortales y lo único que le separa de la presencia eterna del Todopoderoso es precisamente la Cruz, convirtiéndose de esta forma en una parte inseparable de sí mismo y desde luego en su amiga, su compañera de suplicio y su morada final en este mundo antes de reposar en el sepulcro. Es decir, a través de la experiencia carnal de Jesucristo, el significado y el mensaje de la Cruz se transforma desde un brutal e ignominioso lugar de tortura y muerte despiadada hasta el irrefutable estrado desde el cual impartir la mayor lección de entrega y amor que jamás hayan contemplado los siglos. Cuando Jesús está prendido en los travesaños nos transmite un legado de humildad y sacrificio a Dios dictado desde su actitud, su comportamiento e incluso las pocas palabras que pudo pronunciar, y esta herencia ya nunca podrá ser olvidada en la faz de la tierra. Porque todavía hoy persiste la fuerza de aquellos instantes en que Cristo abrazó la Cruz y se ofreció a ella para morir y ser recibido en la Casa del Padre. De esta manera nos dejó el testamento de la presencia imperecedera de la cruz como aliada poderosa a la que acudir como último refugio igual que Él hizo al final de su vida terrenal. Por eso se trata de uno de sus grandes obsequios antes de la gloriosa Ascensión a los cielos. Convendría no descuidarlo y tenerlo presente, sobre todo cuando atravesamos los trances más duros y difíciles.  

La Cruz. Siempre la Cruz. Nuestra Santa Cruz en Jerusalén potenzada de gules. Lo queramos o no, nos guste o no, ella también es para nosotros compañera de viaje. Es junto con María Santísima, el mayor vínculo que tenemos con la figura del Maestro, con su vida y su ministerio. Es la referencia que nos queda del ejemplo que dejó para que el resto de la humanidad orientara su rumbo vital como Él proponía. Siendo cristianos es sustancial que sepamos reverenciarla y prestarle la suficiente atención, dejarle un hueco de nuestro tiempo y pensar en ella. Porque si permitimos que invada e impregne nuestras vidas, puede llegar a ser faro y guía, roca firme y asidero al cual sujetarnos en los momentos de tribulación que a todos nos toca vivir. ¿Quién no ha sentido alguna vez, por no decir cada día, el peso de una cruz que cae sobre nuestros hombros y es irrenunciable tener que soportar? ¡Cuántas vemos todos los días por la calle, las que nos muestran los medios de comunicación o en nuestras familias sin tener que ir más lejos! Cada uno tiene la suya. Cuando se acaba una ya está llegando otra. Siempre hay alguna. No creo que alguien se salve de la cruz. Otra cosa es darse cuenta y saberlo.

No podemos ni debemos renunciar a ella. Si renunciamos a abrazarla, estaremos renunciando a Jesús Nazareno y a sus enseñanzas, a su Pasión y Muerte, al prójimo y a nosotros mismos, y estaremos dando la espalda a uno de los más firmes argumentos del cristiano, a su icono más universal. Abracemos también nosotros la nuestra humildemente y sin condiciones. Abracémosla como lo hizo el Señor. Pensemos que además es la voluntad de Dios Padre la que nos anima a tomarla como plan irrenunciable de vida.


Santa Cruz en Jerusalén, Cruz del martirio y del triunfo de la muerte sobre la muerte, Cruz de los desfavorecidos y los oprimidos, Cruz de los pobres y los enfermos, Cruz de la desgracia humana y los olvidados. Santa Cruz en Jerusalén, baluarte y consuelo de los hombres, bendita seas por todos los siglos de los siglos.  


Laus Deo

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