Hace algunos días mantuve una conversación la mar de agradable y distendida con una pareja que acababa de conocer. Nos encontrábamos en un bar tomando una copa junto con otros amigos que nos habían presentado. Entre otras cosas me contaron que de vez en cuando iban a Sevilla a pasar el fin de semana a descansar. Iban a un pisito modesto de su propiedad que habían comprado en la zona aledaña a la Alameda de Hércules, concretamente en la calle Hombre de Piedra. Y como soy amante incondicional de las cosas añosas de esta ciudad no me puede resistir a preguntarles si ya habían visto con sus propios ojos al hombre de piedra. Me dijeron que sí, llegando a describírmelo pero admitiendo que no sabían qué hacía allí ni por qué razón estaba de esa manera. Ante ello les referí la llamada leyenda del Hombre de Piedra que dice algo así:
En el siglo XV, reinando Juan II, existía una taberna en la calle del Buen Rostro en la que se daba cita una clientela poco recomendable, tal y como correspondía al género humano que pululaba por los contornos. Cierto día que, pese a lo temprano ya se bebía copiosamente en el local, se oyó la campanita que anunciaba la inminente presencia de una procesión de impedidos con el Santísimo Sacramento. La cruz parroquial de San Lorenzo hizo aparición por la esquina de la calle Santa Clara y se adentró en aquella vía en donde también residían cristianos impedidos que deseaban la administración de la comunión. Las voces e improperios que salían de aquel local no reparaban en la llegada del Sacramento y el alcohol hacía que se envalentonaran y fueran cada vez más atronadores. Pero la aparición por la puerta del establecimiento del cura párroco apretando contra su pecho el viático con la Hostia consagrada doblegó a los borrachos, que enmudecieron como por ensalmo. Era vieja costumbre sevillana y universal hacer doble genuflexión al paso del Sacramento en señal de respeto reverencial. Todos los presentes guardaron silencio y se arrodillaron no sin gran esfuerzo excepto uno llamado Mateo el Rubio que no contento se subió a una mesa gesticulando y haciendo genuflexiones burlonas ante lo que pasaba ante sus ojos. A continuación salió al quicio del bar e increpó al resto de bebedores: “¡¡Parecéis viejas beatorras muertas de miedo ante un embaucador con faldas!! Mirad, yo no me inclino ante un trozo de pan aplastado, ni me callo porque pase un cura bien perfumado, aquí me quedo, de pie sin inmutarme y… ¡A ver quién es el guapo que me mueve!”. Desde entonces dicen los vecinos de generación en generación que, a pesar de que el día estaba despejado y el tiempo estable, cayó un rayo de las alturas que hizo doblar las rodillas a Mateo dejándolo allí para siempre convertido en piedra como todavía hoy se puede contemplar. Aquel rufián lleno de soberbia, desafío y altanería quedó petrificado en el acto y nadie fue capaz de moverlo. La puerta de la taberna quedó cegada dejando una hornacina para dejar ver el cuerpo convertido en estatua de mármol para escarmiento de los sacrílegos obstinados. Al mismo tiempo, los testigos vieron cómo su cabeza quedaba pulverizada y desaparecía. Sin embargo la procesión no se interrumpió ante el tremendo fenómeno, sino que siguió adelante dejando estupefactos a sus componentes que habían visto huir despavoridos a los demás ebrios de la taberna cuyo dueño enloqueció y obligó a su cierre. Sólo el cura de San Lorenzo continuó sin alteración aparente su misión de llevar el consuelo sacramental a los enfermos de la calle Hombre de Piedra.
Querido Luis:
ResponderEliminarEsa es la Historia de mi Barrio, lo has definido a la perfección.
Un fuerte abrazo.
Gran barrio querido Antonio, rico en historia, tradiciones y leyendas, por supuesto. Gracias por tus comentarios y tu apoyo a este humilde blog. Tanquanovis.
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