Se veía venir el desastre con suficiente antelación. Y como para todo siempre hay alguien que sabe más porque ha leído, estudiado y pensado más que el resto de los mortales, pues recurrieron al conocido consuelo de que no hay mal que por bien no venga. Y entonces vaticinaron orgullosos que con la que iba a caer aprenderíamos a ser más ahorradores o menos despilfarradores y también más generosos o menos egoístas, según se quiera ver. ¿Ahorradores? Cada uno sabrá qué hacer con su economía particular, cada uno sabrá en qué puede ahorrar o en qué puede despilfarrar menos. Es posible que se esté ahorrando incluso en las más altas esferas económicas de este país. Me lo creo porque cualquiera puede ver en su círculo más cercano que el control de gastos está siendo muy exhaustivo rozando a veces lo ridículo. Porque llega un momento en que uno no sabe si lo hacen por aparentar o porque han comprendido erróneamente el concepto de lo que debe ser un ajuste razonado, a la vez que riguroso, de las cuentas y gastos. Pero ¿generosos? No, mire usted, por ahí no paso. ¿Generosos? Para poder hablar de las cosas hace falta cierta perspectiva temporal y en este caso ya llevamos muchos meses con la misma cantinela. Suficiente para haber podido comprobar que, al menos en este país, lejos de cumplir con aquel vaticinio de la generosidad, nos hemos vuelto más egoístas y desgraciadamente más inhumanos. Nuestra sociedad se deshumaniza. La ciudad se deshumaniza. La calle se deshumaniza. A pasos de gigante. Se impone el sálvese quien pueda haciendo oídos sordos a las graves necesidades que pueda padecer el de al lado; se impone disfrutar y vivir a toda costa del momento presente y ya veremos cuando venga lo que tenga que venir que aquí no pasa nada, convirtiéndonos así en la cigarra irresponsable de la fábula; se impone la esperpéntica normalización de ver impasibles cómo suben cada día las cifras del paro, las colas de una oficina cualquiera del INEM o las de un economato de humilde barrio; se impone contemplar estupefactos a los pocos ciudadanos agobiados que trabajan soportando cargas de trabajo, responsabilidades y horas en sus puestos que podrían corresponder a qué sé yo cuántas personas más; se impone aguantar impasibles cómo día tras día la miserable clase política que dice gobernar y administrar este país engaña a sus ciudadanos sistemáticamente con toda clase de escándalos públicos sin que nadie con suficiente autoridad alce la voz ni salga a la calle gritando ¡bas-ta!; se impone ver cómo la falta de escrúpulos y la insatisfacción de una gran mayoría de empresarios – que son los que verdaderamente pueden generar empleo – y los grandes banqueros les lleva a seguir enriqueciéndose a costa de empobrecer más a los que menos tienen; se impone mirar con estupor cómo nos olvidamos de que ya hay muchos miles de familias que se encuentran desde hace demasiados meses en la espantosa y brutal situación de no tener ingresos ni ayudas para subsistir. Familias enteras que no tienen nada. A todos ellos deberían entregarles el premio nobel de economía este año porque ya se han dado cuenta de que el sistema no funciona bien. No saben cuánto cuestan las grandes cosas pero sí saben que para las pequeñas de cada día no les llega. No entienden de macroeconomía pero sí de microeconomía. Ya saben que las riquezas no se reparten mínimamente para que alcance un poco del pastel a todos. Ya saben que así no puede ser, que así no se puede seguir.
Y por si todo lo anterior fuera insuficiente para que se encienda de una vez la luz roja de alarma, creo que lo peor es la voluntad acomodaticia que vislumbro frente a esta dinámica social que se ha ido instalando poco a poco en todos los estamentos económicos y sociales. Porque se supone que cuando todo esto pase habrá que volver alguna vez a la normalidad de antes, digo yo ¿No? Sin embargo, ¿hemos pensado que es posible que no volvamos nunca a la anterior realidad que conocimos porque a los verdaderos poderes fácticos les convenga y les interese que nos quedemos así? Pánico y vergüenza me daría que esto sucediera.
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