Dijeron que lo mejor era no abrir las puertas del
corazón ese año. Recomendaron encarecidamente que cada uno recogiera en
silencio las velas del sentimiento porque el viento de los mejores recuerdos no
soplaría en aquella ocasión. Pero se olvidaron a conciencia de que nadie puede esconder
en un cofre la sonrisa de la primavera como si un gorrión cautivo fuera. Se
olvidaron de que no es posible prohibir lo que se guarda a fuego oculto en el
alma: la vida. La vida misma que desde el primer día configura y da forma a la
existencia de quienes detienen sus pasos si escuchan los sones de la tarde
dorada, la vida de quienes fijan la mirada cuando pasa ante ellos una ráfaga de
incienso ceñida al ruán y el esparto de las horas señaladas.
Aunque las calles permanezcan vacías de humanidad
encendida en melodías, fragancias, estampas y acordes; aunque no veas, no
escuches, no huelas ni pruebes la dulzura que con lealtad trae el crisol de las
emociones más antiguas que custodias sellando tu mejor identidad, todo lo que
conoces volverá a ocurrir en tu memoria de plata, cada una de las escenas que atesoras
volverá a cobrar aliento en las calles de tus mayores al amparo de aquellas hermosas
palabras que tanto te enseñaron. Nada te turbe, nada te espante, mantén la
calma, cada día y cada hora tendrán un nuevo sentido si, como siempre has procurado, sigues
guardando la vida en el alma.
Excelsa manifestación de unos sentimientos puros de corazón y alma que se cobijan en los añejos recuerdos almacenados a lo largo de tantas experiencias vividas cada Semana Santa.
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