Era
fría noche cerrada. En la esbelta torre de la iglesia, las cigüeñas se
cobijaban en sus grandes nidos y la luna por fin asomaba en el cielo
estrellado. Un joven muchacho con abrigo oscuro regresaba de encontrarse con
amigos queridos del alma, amigos que no visitaba hacía mucho tiempo. Caminando
por aquel pueblo, sus pasos firmes le llevaron hasta la puerta de una antigua
casa que aún guardaba en su memoria más lejana porque era la suya, la de
siempre, la que le vio crecer. Antes de cruzar el zaguán, quiso llenarse una
vez más del cálido olor a brasero de cisco mezclado con romero que perfumaba la
estrecha calle engalanada con blancas fachadas y vistosas rejas en sus
ventanas. Sin sospecharlo, creyó por unos segundos que su propia historia
volvía a comenzar tal cual una vez la conoció. ¿Quizá estaba siendo así?
Sin
dudarlo, entró y fue atravesando lentamente el largo pasillo en penumbra que
dejaba habitaciones a ambos lados y que también permitía distinguir la claridad
de una estancia muy acogedora al fondo. Según iba acercándose, acudían a su
pensamiento decenas de encantadores recuerdos sucedidos desde su infancia en
aquella casa. Era delicioso retornar a su primera patria. Finalmente llegó a lo
que parecía ser un amplio comedor. Allí su sorpresa fue inmensa al encontrar en
el centro una gran mesa familiar en la que no faltaba nada para la cena de
Nochebuena. Y sentados alrededor de ella, sus padres y su hermano mayor le aguardaban.
Resultaba difícil de creer. Los tres tenían un aspecto admirable y sereno.
Vestían con especial esmero para la ocasión, como era costumbre desde que
tuviera uso de razón. Pero además notó que les rodeaba una luminosidad
inconfundible, lo que le hizo reparar en lo extraordinario del momento. Él no
dejaba de contemplarlos extasiado, lleno de ternura y amor mientras ellos le
miraban con fijeza muy gratamente complacidos invitándole a que se quedara,
como no podía ser de otra forma. Casi no sabía qué decir, pero entonces, dos
lágrimas cristalinas cayeron por sus mejillas convirtiéndose en las mejores
palabras para aquel trance arrebatador. A cada uno se acercó para abrazar y
besar con todo su cariño, sin poder dar crédito a lo que allí estaba viendo con
sus propios ojos. Era verdaderamente emocionante reunirse con ellos
transcurridos tantos años.
A
continuación se acomodó en un butacón junto a la mesa y en aquel preciso instante,
de súbito, vino con viveza a su mente la estampa de su mujer junto a sus dos
hijos. Se dio cuenta de que no estaban con él, no estaban allí. Le faltaban e
inevitablemente todo era diferente sin ellos. Sin embargo, ese recuerdo no pudo
traerle amarga tristeza, porque estaba felizmente seguro de que se encontraban
amparados y acompañados, lo sabía con certeza. Al contrario, sintió que su
corazón se llenaba de júbilo y sosiego porque también sabía que muy pronto
volverían a estar juntos de nuevo como antaño. Nada lo podría evitar. Sólo
tenía que esperarles lo necesario. Todo llegaría y todo se cumpliría. En cualquier
caso, la impaciencia no tenía cabida allí porque el tiempo se había vuelto
relativo, sin principio ni final. Miró entonces agradecido a su madre y a su
padre, y después sonrió con satisfacción a su hermano. Todo estaba bien así. Y
así seguiría siendo aquella primera Navidad en los gozos celestiales de la
eternidad.
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