Tener al alcance de la mano un espacio ajardinado con caminos de albero
delimitando parterres ocupados por esbeltas araucarias, palmeras, naranjos,
costillas de Adán y dragos, no es cualquier cosa. De hecho, es un verdadero privilegio.
Un lugar relativamente apartado del mundanal ruido, circundado por llamativos
pabellones de estilo británico-colonial revestidos de almagre y blanco, en el
que cada mañana se dan cita el calor tibio del sol, la sombra de los árboles,
la frescura del aire, el vuelo de los gorriones, las urracas y las palomas, y
el sonido cuasi hipnótico y relajante del agua manando incansable de la
centenaria fuente de los tritones, no puede ser sino un sitio perfecto para
disfrutar con los sentidos y el alma. Incluso invita a llevar consigo algo de
lectura reposada para complacer alguna que otra demanda intelectual con la que aprender
tierras nuevas.
Allí se halla también la mirada serena y observadora de Inca Garcilaso de la Vega mientras Platero –pequeño, suave y peludo- juega con trotecillo alegre,
suelto en el prado. Yo creo que apreciar y disfrutar de estas afortunadas pequeñeces es lo que
constituye la vida, la verdadera vida.