Existe un rincón privilegiado de la mente que, en estos días de
renovadora Cuaresma, se despereza a fuerza de percibir en lontananza la llegada
de las deseadas tardes de sol dorado y aire tibio con leve aroma a incienso y
azahar. Poco a poco volverán a brotar como diminutas flores de primavera, los
recuerdos más recónditos y las más antiguas evocaciones que uno pueda atesorar
en el baúl de la que es nuestra única y verdadera identidad: la infancia. Mas
también es cierto que sobre ese baúl habremos ido construyendo un particular y
magno templo de vivencias que se encargarán de establecer y fijar un sólido
baluarte espiritual al que asirnos a lo largo de la vida.
A esta hora en que la tarde deja caer el velo cárdeno que presagia la
noche, vuelven a amontonarse desordenadamente en la cabeza las incontables veces
que recorrí la ciudad cargado con mi equipo para lograr inmortalizar algunas de
esas escenas sacras que inevitablemente quedan en la memoria y en la esencia más
honda del sentimiento. Recuerdo que siempre me fijaba con enorme atención en las
manos, como si intencionadamente me susurraran en voz baja para que las
atendiera con especial cariño. Siempre encontré en ellas la suficiente
expresividad y elocuencia como para dedicarles un buen puñado de concienzudas tomas.
Año tras año, acumulados en las piernas los pasos con que recorrí las calles,
llegué a ver aquellas pacíficas manos extendidas implorando misericordia al
Padre; las vi también amarradas con tosca soga como las de un pobre cautivo o las
de un vulgar malhechor; vi aquellas manos cruelmente desfiguradas de tanto ignominioso
dolor que soportaban; las vi sosteniendo en la fría roca del camino el cuerpo
escarnecido bajo el peso de la implacable Cruz; vi la infinita serenidad de aquellas
manos desbordadas de amor mientras se acercaba el supremo sacrificio en el desnudo
monte de la Calavera; vi aquellas valientes manos sujetas por un despiadado
clavo al firme madero; y también las vi, finalmente, maltratadas, exhaustas, laceradas,
inertes y desangradas.
Aquellas que vi, no eran unas manos cualquiera. No penséis siquiera que eran
las de un pobre y sucio hombre arrestado por sus fechorías, porque, muy al
contrario, eran las manos más puras y poderosas que en el mundo a madre alguna acariciaron.
Eran las de un joven nacido en Belén. Las de un hombre que no tuvo medida ni
reparos para entregarse y enseñar a los demás. Eran las manos del verdadero amor,
las manos del mismo Dios.
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