La puerta de la casa se acababa de cerrar detrás de él. Volvía de
la calle cargado de emociones encontradas, sin orden ni concierto. De repente
sus oídos la percibieron. Sonaba la melodía que tanto le gustaba, la que más le
conmovía, estuviese donde estuviese. Se quedó parado en el vestíbulo, como
petrificado y hechizado por la cadencia de la música. Y entonces se le
escaparon en tropel aquellas emociones convertidas en lágrimas puras nacidas de
los abismos más consumidos de su ser. Sólo habían hecho falta las notas pärtianas de un violín. Tanta delicadeza y tanta calma por encima de semejante
grosería y tumulto.
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