Caminaba solo por la calle. Iba despacio, todo transcurría muy
despacio a su alrededor. No había motivos para ir más deprisa. El frío que
envolvía su rostro con dureza era señal de que la vida iba definitivamente
despacio. No era un nefelibata. Sabía muy bien lo que estaba haciendo. Dirigía
sus pasos hacia aquel lugar guardado celosamente en su corazón desde muchos
años atrás. Allí habían sido el calor, la calma y la felicidad. Era como
regresar a la tierra de los suyos, de sus ancestros, de sus raíces. Sin
embargo, desgraciadamente para él, cuando levantó la cabeza al llegar, sus ojos
vieron el desastre: allí ya no se encontraba nadie, las ventanas y las puertas
estaban cerradas y nada hacía pensar que hubiese vida. No había nadie… Todo se
había terminado años atrás, pero él era incapaz de aceptarlo. Y en cada visita,
esperaba recuperar, por fin, la razón arrebatada.
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