domingo, 13 de abril de 2025

Cuando los relojes descansan

 A mi buen amigo Antonio González Albert, con profunda gratitud, in memorian.

 

En el principio es un lento regreso del interminable crepúsculo. Abres medio dormido los ojos en la penumbra de tu conciencia y de repente, después de un hondo suspiro, con las primeras luces del cielo, llaman puntuales a tu ánimo los heraldos que ya conoces mostrándote los signos inconfundibles. Es una mañana de luz madura y convincente que ha venido para ser madrina de los sagrados ritos que se avecinan. Es una mañana de extraordinarios acontecimientos que sucederán sin descanso colmando las emociones contenidas en los altillos del corazón a lo largo de los días señalados en el calendario. Es una mañana de ilusiones renacidas, de músicas, de silencios, de esperanzas y de antiguas cofradías que al caer la tarde recorrerán fervorosamente el laberinto de la ciudad glorificando a su Dios que es el de sus ancestros revestido con lo mejor que han sabido atesorar al cabo de los siglos: su fe. La fe inquebrantable, aprendida y heredada de quienes labraron perseverantes el enorme legado que hoy reposa entre los secos aldabonazos de una parihuela convertida en templo efímero de tus profundas devociones.

 

Es, casi sin creerlo, ese tiempo espeso que te convoca inapelable junto a tantos de los tuyos para que retornes al paraíso intacto de la juventud, justo cuando los ojos vieron lo que había que ver y los oídos escucharon lo que había que escuchar descubriendo la senda que hoy te lleva al mismo lugar de antaño, aquel en el que eres tú mismo en esencia sin otros añadidos terrenales. Es ese tiempo solemne en que reverdece, como siempre, la más entrañable memoria de cada uno, cuando por fin los relojes descansan porque no hace falta medir las horas del día en el que se abren de par en par las ventanas del alma y entran a raudales el azahar y el incienso purificando generosos a su paso cada plaza y cada esquina de tu íntima geografía. Ha llegado reinante, la dulce mañana luminosa que precede a la noche de las noches en la que misteriosamente todo acaba y vuelve a empezar bajo la fiel mirada de la deslumbrante luna de parasceve. Ha llegado cautivadora, ha llegado con su poderoso abrazo y sin demora te has vuelto a marchar con ella, como si fuera quizá la primera vez que lo hicieras. Te has marchado tal y como está escrito desde lejos, y tú sabes que así será mientras te quede suficiente hálito para ello. 


Laus Deo.

 

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