Existe un lugar sagrado dentro de cada uno de
nosotros que a duras penas acertamos a definir con palabras cada vez que lo
intentamos. Resulta habitual quedarse sin ellas cuando nos atrevemos a
referirnos a él. Es un territorio demasiado oculto y privado, muy vasto y
abundante en matices que nacen a discreción desde los sentidos y el corazón.
Como decía aquel pensador de estos sacros menesteres, se ubica fuera de la
franja temporal que conocemos desde la cuna, en la que no puedes engañarte a ti
mismo ni hacerte pasar por quien no eres y por quien nunca has sido. Es un
territorio de la verdad que tan sólo habitamos un día al año, como un espejo en
el que nos miramos para recuperar el rumbo si es que lo hemos perdido en alguna
tempestad pasajera de las que no dejan ver el horizonte despejado. Allí somos
capaces de alcanzar nuestra propia certeza, la que nos permite retornar a lo
que fuimos y soñar con lo que nos gustaría ser, ni más ni menos. Sin embargo, los
hombres ya casi no lo tienen en cuenta, pero hubo una lejana y oscura época en
la que muchas cosas que hoy nos parecen normales, todavía no estaban creadas. Aún
nadie las había inventado y ni siquiera se le habían ocurrido. No todo ha sido
siempre “de toda la vida” como a
veces caemos en el error de dar por sentado. Incluso habiendo sido creadas por
el ingenio humano, también han sobrevenido graves adversidades que les han
forzado a adaptarse obligando a suspender los eventos señalados en lo mejor del
calendario.
Tiempo suficiente estamos teniendo para reflexionar
acerca de lo que nos aboca sin discusión a cancelar por segundo año consecutivo
las principales celebraciones tratando de reinventar, rehacer y proteger entre
ellas a la querida Semana Santa como si nos fuera la vida en ello, como si no
fuera concebible que pudieran llegar años sin disfrutarla. Probablemente muchos
se sorprenderán al leer que sólo hay que desempolvar un poco las hojas de la
historia y comprobar que hace justo 200 años fue la anterior ocasión en que se
conoció un bienio en blanco para las cofradías debido a la amenaza inherente a
las turbulencias sociales y políticas del momento. Y es que,
desafortunadamente, esa historia está jalonada de acontecimientos hostiles y tenebrosos
que hemos sabido afrontar con la mayor determinación y el sacrificio necesario,
pero siempre llegando a buen puerto hasta que ha amainado el temporal.
Una vez más tendremos que convivir con esto, pero
que nadie se llame a desgracia, nadie se turbe ni se atormente en desasosiego que
nadie puede suspender la Semana Santa. Por pura y razonable precaución
sanitaria no saldrán las cofradías a la calle en el dulce marco de la
renovación primaveral, pero nadie podrá suspender la solemne conmemoración de
la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús Nazareno. ¿Acaso se pueden suspender el
invierno o el verano? ¿Podrían aplazarse el día o la noche? ¿Alguien podría
atreverse a guardar bajo llave las emociones que surgen a borbotones de lo más
profundo del alma cuando se ha terminado la espera? Todos sabemos de sobra las
respuestas y por eso no hay un minuto que perder desde hoy mismo. No queda margen
para la autocompasión. El camino se encuentra dentro de nosotros mismos, no hay
que irse tan lejos. Que cada cual lo viva como prefiera y pueda, de puertas
adentro sin encontrarse con pasos, hermandades y nazarenos por la ciudad,
porque este año tampoco será como más nos gusta.
Esto también pasará y entonces volverá el resplandor
dorado del sol una tarde recién estrenada de infantiles sonrisas como
cascabeles, y de cera derretida alfombrando el mayor escenario pasionista del
mundo. Acabará esta desgracia y querrán volver a danzar las túnicas planchadas
con primor, los deliciosos nervios antes de la salida de una cofradía en el
barrio de nuestra juventud y el rachear de una cuadrilla de costaleros por la estrechez
de una calle donde perduren a buen recaudo los más emotivos recuerdos. Todo
ello veremos llegar en lontananza y aún no seremos capaces de inferir si
nuestros pobres ojos quizá nos estén traicionando sin conciencia.
Tampoco hace falta recordar que para que los hermosos
días que anhelamos sin descanso vuelvan a sucederse bajo el cielo azul que vio
nacer y crecer a esta fiesta tan única y tan nuestra, tendremos que continuar demostrando
prudencia, templanza y fe, y la ilusión volverá a nacer como si fuera la
primera vez.