Abril de 2010
A Sevilla, la que yo conozco y me comprende…
El poeta diría que a esta ciudad se le acababa la vida en dulce agonía cuando se despidió embelesado del palio con larga estela de azul pavo remontando garboso la cuesta del Rosario aquella mañana del Domingo de Pascua de Resurrección. El poeta diría más; se atrevería a soñar fugazmente lo vivido durante los siete días anteriores en que el tiempo anduvo más atrevidamente despacio para permitir que pudiera ver, oír, oler y vivir la más asombrosa orquestación sinfónica que Sevilla dedica a lo mejor que siempre ha sabido hacer: conmemorar la muerte y posterior regreso a la vida de su bienamado Señor Jesucristo.
Durante el camino de vuelta se trasladó a las escenas íntimas y familiares que presenció, justo una semana antes, aquella tarde luminosa de emociones e ilusiones compartidas dentro de la Iglesia de los Terceros mientras todo se preparaba para que el cortejo de blancos nazarenos saliera a mostrar al mundo la institución de la Sagrada Eucaristía; la tarde en que acompañó a su padre al paso de la cofradía de la Vera Cruz con su elegancia y sobriedad de siempre o la de Las Penas por la antigua calle de las Armas mientras le contaba algunos pequeños detalles a los que prestaba toda su atención y con los que tanto disfrutaba.
Visitó en su casa del Rectorado de la Hispalense al Cristo Bueno que nunca muere sino que duerme en el regazo de su Madre de la Angustia ante la siempre atenta mirada del Padre. Y volvieron a estremecerse los tuétanos de sus huesos al comprobar maravillado el modo de andar e impartir humilde enseñanza de Buena Muerte por las calles desde su estrado renacentista de añeja caoba.
Esa misma tarde, visitó una hermosa y recoleta placita de la vieja judería y vio pasar por ella a otro Cristo, pero este hablaba con ese Padre que os digo le miraba amoroso a pesar de verlo prendido en la Santa Cruz. En la placita seis hachas sacramentales enmudecían en su presencia y lloraban ante el azulejo que lo reflejaba el resto del año.
Y se acordó con verdadero regocijo de la tarde junto a su adorada hermana disfrutando con la cofradía más torera del Arenal mientras él inmortalizaba a un costalero vestido de querubín inocente en brazos de su padre.
Acompañó a la peculiar Hermandad de Las Cigarreras que sigue desafiando a las alturas celestes presentando al mundo la escena más cruel y desgarradora que se pasea por las calles de la ciudad sin que nadie advierta la ignominia que supone ver así al Salvador. Nadie clama por que la escena desaparezca cuanto antes de sus ojos, ni siquiera cuando llega presurosa su Madre de la Victoria en hermoso llanto contenido como queriendo llevarse y curar las heridas a su Hijo.
Con la cofradía del Descendimiento de la Cruz, supo que para él todo daba comienzo de nuevo y que en pocas horas también todo habría acabado irremediablemente. Sin embargo, aún le dio tiempo de contemplar junto a su padre el portentoso paso en el que María padece la Quinta de sus Angustias ante el pavoroso descenso de la Cruz. Aquí, María es la ternura y el llanto, el sufrimiento y la fortaleza, la tragedia y la entereza; el poema dedicado al dolor más atroz que podamos imaginar. El Verbo Divino abandona inerte el patíbulo del holocausto. Le ayudan José y Nicodemo en representación suprema e insuperable. El canasto es soberbio con la última limpieza de los años acumulados y las tardes de Jueves Santo impregnadas como finas capas en el bronce viejo.
Después la vida transcurrió muy deprisa, como siempre, como cada año. De repente estaba de vuelta en medio de la Madrugada Santa. Nihil novum sub sole. En su corazón siempre quedará saberse elegido por Ella para marchar junto a su palacio bizantino y perfumar su camino con sutiles nubes del incienso más delicado y exquisito; haber podido seguir a su Maestro en la vida, para repasar juntos las lecciones humanas de siempre. Noche de la memoria íntima, madrugada en que los hombres vuelven a ocupar el lugar que les corresponde, la de las más intensas pasiones del alma. Sin embargo, la de este año no era una cualquiera, no era una más. Desgraciadamente faltaba para siempre su catedrático en las cosas de Dios. No estaba, se había marchado hacía muy pocos días, sin casi poder anunciarlo, sin casi poder decirle un hasta siempre y gracias por todo. Por eso, ahora se veía inevitable y tremendamente huérfano de intelecto y palabras. Hasta se había dado cuenta de que el juego de luces entre las jacarandas del parque había variado con su ausencia y se había vuelto más tenue, más mortecino. Además de la Santa Cruz de Jerusalén, esa noche había llevado colgada del cuello, la medalla rociera de más peso teológico y sentimental que haya conocido nunca. La fiel medalla que siempre acompañó a su amigo cabal, a su tío sabio, a su catedrático ejemplar. Una de sus hijas se lo había encarecido. La llevó consigo con todo el cariño del que fue capaz y la devolvió con la profunda congoja de quien desde entonces sabe con seguridad que sesenta y nueve años de extraordinaria sabiduría y amor cristiano pueden caber dentro del pecho y en el hueco de la mano.
Esa noche en que el cielo y la tierra se abrazan cordialmente entre sombras y tinieblas concluyó con un reencuentro muy especial. Y lo compartió con su madre que estaba allí precisamente para verlo con sus ojos y ganar salud. Ante ellos cruzó la zancada poderosa del que siempre ha sido, porque Él es el que es. Pasó como siempre hizo, cargado con las súplicas y oraciones de los más débiles, de los necesitados, de los más desfavorecidos, de los descarriados, de los que únicamente pueden ofrecerle las herrumbrosas llaves de la puerta que abre sus almas para que disponga soberanamente de ellas. Pasaba el Gran Poder inmenso de esta noble, leal, heroica, invicta y mariana ciudad de Sevilla.
Llegado el Viernes Santo salió al encuentro de la inconfundible Hermandad del gremio de toneleros del Arenal, tan particular, tan de grandeza decimonónica, tan de calvario señorial. Enseguida apareció María sobre un monte de rosas escarlata, a solas, sin nadie más. María de la Soledad, del Convento de San Buenaventura. María de la Soledad, ante la Cruz vacía sin el Hijo de sus entrañas. ¡Hijos, he ahí a vuestra bendita Madre de la Soledad!
Más tarde tuvo que buscar refugio y amparo para aliviarse del tremendo luto que le pesaba con la cofradía seria y rotunda de San Isidoro y después con la de la Sagrada Mortaja que parecía regresar del siglo XVII con muñidor, ciriales como testigos de un entierro y escolanía de voces solemnes arropando el desconsolado traslado hasta el sepulcro.
Sin saberlo, asistió con cera blanca al Santo Entierro de Cristo y vio pasar ante sí una enorme urna gótica de oro refulgente custodiada por legiones de potestades y principados llegados desde la misma eternidad. El Hijo de Dios yacía dentro sin vida pero antes había leído que esta Muerte había vencido a la muerte, a todas las muertes que han sido y las que quieran ser. Vio también a los hombres y mujeres que atesoran la ciencia, el conocimiento y el poder terrenal saliendo a su encuentro para seguirle, y mientras el mundo conocido pasaba ante sí pudo oír en susurros el llanto apagado de la espadaña y la torre por darse cuenta de que empezaban a dejar atrás otra Semana Santa de sentimiento y amor.
A la mañana del siguiente día despertó el poeta con las campanas que anunciaban el regreso de la vida, la vuelta de Dios Hijo resucitado. En un último intento por retener lo imposible, se marchó en busca de las últimas pinceladas que le faltaban al cuadro, a escuchar las últimas notas de la partitura que más siglos ha tardado en componerse. Y en verdad que las disfrutó porque era, como otras veces, mañana fresca y luminosa de la Resurrección. Cristo aparecía triunfante, irrefutable, y tras de Él, su Madre de la Aurora revestida con los más escogidos primores sevillanos.
Recibidas las últimas consignas para continuar el camino del año recién estrenado, se despidió de Ellos, levantó aturdido su mano, se secó algunas lágrimas rezagadas y supo entonces con certeza que se apagaba inexorablemente el esplendor de los días y la gloria de su amada Sevilla. Finis gloriae Hispalis.
Laus Deo
A Sevilla, la que yo conozco y me comprende…
El poeta diría que a esta ciudad se le acababa la vida en dulce agonía cuando se despidió embelesado del palio con larga estela de azul pavo remontando garboso la cuesta del Rosario aquella mañana del Domingo de Pascua de Resurrección. El poeta diría más; se atrevería a soñar fugazmente lo vivido durante los siete días anteriores en que el tiempo anduvo más atrevidamente despacio para permitir que pudiera ver, oír, oler y vivir la más asombrosa orquestación sinfónica que Sevilla dedica a lo mejor que siempre ha sabido hacer: conmemorar la muerte y posterior regreso a la vida de su bienamado Señor Jesucristo.
Durante el camino de vuelta se trasladó a las escenas íntimas y familiares que presenció, justo una semana antes, aquella tarde luminosa de emociones e ilusiones compartidas dentro de la Iglesia de los Terceros mientras todo se preparaba para que el cortejo de blancos nazarenos saliera a mostrar al mundo la institución de la Sagrada Eucaristía; la tarde en que acompañó a su padre al paso de la cofradía de la Vera Cruz con su elegancia y sobriedad de siempre o la de Las Penas por la antigua calle de las Armas mientras le contaba algunos pequeños detalles a los que prestaba toda su atención y con los que tanto disfrutaba.
Visitó en su casa del Rectorado de la Hispalense al Cristo Bueno que nunca muere sino que duerme en el regazo de su Madre de la Angustia ante la siempre atenta mirada del Padre. Y volvieron a estremecerse los tuétanos de sus huesos al comprobar maravillado el modo de andar e impartir humilde enseñanza de Buena Muerte por las calles desde su estrado renacentista de añeja caoba.
Esa misma tarde, visitó una hermosa y recoleta placita de la vieja judería y vio pasar por ella a otro Cristo, pero este hablaba con ese Padre que os digo le miraba amoroso a pesar de verlo prendido en la Santa Cruz. En la placita seis hachas sacramentales enmudecían en su presencia y lloraban ante el azulejo que lo reflejaba el resto del año.
Y se acordó con verdadero regocijo de la tarde junto a su adorada hermana disfrutando con la cofradía más torera del Arenal mientras él inmortalizaba a un costalero vestido de querubín inocente en brazos de su padre.
Acompañó a la peculiar Hermandad de Las Cigarreras que sigue desafiando a las alturas celestes presentando al mundo la escena más cruel y desgarradora que se pasea por las calles de la ciudad sin que nadie advierta la ignominia que supone ver así al Salvador. Nadie clama por que la escena desaparezca cuanto antes de sus ojos, ni siquiera cuando llega presurosa su Madre de la Victoria en hermoso llanto contenido como queriendo llevarse y curar las heridas a su Hijo.
Con la cofradía del Descendimiento de la Cruz, supo que para él todo daba comienzo de nuevo y que en pocas horas también todo habría acabado irremediablemente. Sin embargo, aún le dio tiempo de contemplar junto a su padre el portentoso paso en el que María padece la Quinta de sus Angustias ante el pavoroso descenso de la Cruz. Aquí, María es la ternura y el llanto, el sufrimiento y la fortaleza, la tragedia y la entereza; el poema dedicado al dolor más atroz que podamos imaginar. El Verbo Divino abandona inerte el patíbulo del holocausto. Le ayudan José y Nicodemo en representación suprema e insuperable. El canasto es soberbio con la última limpieza de los años acumulados y las tardes de Jueves Santo impregnadas como finas capas en el bronce viejo.
Después la vida transcurrió muy deprisa, como siempre, como cada año. De repente estaba de vuelta en medio de la Madrugada Santa. Nihil novum sub sole. En su corazón siempre quedará saberse elegido por Ella para marchar junto a su palacio bizantino y perfumar su camino con sutiles nubes del incienso más delicado y exquisito; haber podido seguir a su Maestro en la vida, para repasar juntos las lecciones humanas de siempre. Noche de la memoria íntima, madrugada en que los hombres vuelven a ocupar el lugar que les corresponde, la de las más intensas pasiones del alma. Sin embargo, la de este año no era una cualquiera, no era una más. Desgraciadamente faltaba para siempre su catedrático en las cosas de Dios. No estaba, se había marchado hacía muy pocos días, sin casi poder anunciarlo, sin casi poder decirle un hasta siempre y gracias por todo. Por eso, ahora se veía inevitable y tremendamente huérfano de intelecto y palabras. Hasta se había dado cuenta de que el juego de luces entre las jacarandas del parque había variado con su ausencia y se había vuelto más tenue, más mortecino. Además de la Santa Cruz de Jerusalén, esa noche había llevado colgada del cuello, la medalla rociera de más peso teológico y sentimental que haya conocido nunca. La fiel medalla que siempre acompañó a su amigo cabal, a su tío sabio, a su catedrático ejemplar. Una de sus hijas se lo había encarecido. La llevó consigo con todo el cariño del que fue capaz y la devolvió con la profunda congoja de quien desde entonces sabe con seguridad que sesenta y nueve años de extraordinaria sabiduría y amor cristiano pueden caber dentro del pecho y en el hueco de la mano.
Esa noche en que el cielo y la tierra se abrazan cordialmente entre sombras y tinieblas concluyó con un reencuentro muy especial. Y lo compartió con su madre que estaba allí precisamente para verlo con sus ojos y ganar salud. Ante ellos cruzó la zancada poderosa del que siempre ha sido, porque Él es el que es. Pasó como siempre hizo, cargado con las súplicas y oraciones de los más débiles, de los necesitados, de los más desfavorecidos, de los descarriados, de los que únicamente pueden ofrecerle las herrumbrosas llaves de la puerta que abre sus almas para que disponga soberanamente de ellas. Pasaba el Gran Poder inmenso de esta noble, leal, heroica, invicta y mariana ciudad de Sevilla.
Llegado el Viernes Santo salió al encuentro de la inconfundible Hermandad del gremio de toneleros del Arenal, tan particular, tan de grandeza decimonónica, tan de calvario señorial. Enseguida apareció María sobre un monte de rosas escarlata, a solas, sin nadie más. María de la Soledad, del Convento de San Buenaventura. María de la Soledad, ante la Cruz vacía sin el Hijo de sus entrañas. ¡Hijos, he ahí a vuestra bendita Madre de la Soledad!
Más tarde tuvo que buscar refugio y amparo para aliviarse del tremendo luto que le pesaba con la cofradía seria y rotunda de San Isidoro y después con la de la Sagrada Mortaja que parecía regresar del siglo XVII con muñidor, ciriales como testigos de un entierro y escolanía de voces solemnes arropando el desconsolado traslado hasta el sepulcro.
Sin saberlo, asistió con cera blanca al Santo Entierro de Cristo y vio pasar ante sí una enorme urna gótica de oro refulgente custodiada por legiones de potestades y principados llegados desde la misma eternidad. El Hijo de Dios yacía dentro sin vida pero antes había leído que esta Muerte había vencido a la muerte, a todas las muertes que han sido y las que quieran ser. Vio también a los hombres y mujeres que atesoran la ciencia, el conocimiento y el poder terrenal saliendo a su encuentro para seguirle, y mientras el mundo conocido pasaba ante sí pudo oír en susurros el llanto apagado de la espadaña y la torre por darse cuenta de que empezaban a dejar atrás otra Semana Santa de sentimiento y amor.
A la mañana del siguiente día despertó el poeta con las campanas que anunciaban el regreso de la vida, la vuelta de Dios Hijo resucitado. En un último intento por retener lo imposible, se marchó en busca de las últimas pinceladas que le faltaban al cuadro, a escuchar las últimas notas de la partitura que más siglos ha tardado en componerse. Y en verdad que las disfrutó porque era, como otras veces, mañana fresca y luminosa de la Resurrección. Cristo aparecía triunfante, irrefutable, y tras de Él, su Madre de la Aurora revestida con los más escogidos primores sevillanos.
Recibidas las últimas consignas para continuar el camino del año recién estrenado, se despidió de Ellos, levantó aturdido su mano, se secó algunas lágrimas rezagadas y supo entonces con certeza que se apagaba inexorablemente el esplendor de los días y la gloria de su amada Sevilla. Finis gloriae Hispalis.
Laus Deo
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