Cuaresma de 2010
A mi tío Manuel que ya está en el cielo.
A estas alturas ya no quedan dudas. Desde que el sacerdote nos dibujó con ceniza de olivo bendecido una cruz en la frente y nos susurró al oído memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris, los días del almanaque se suceden parsimoniosamente uno detrás de otro con cuentagotas y vamos aprendiendo que todo va quedando más cerca. Estos son los días a modo de prefacio o preludio en que la intensidad de las emociones y el sentimiento irá aumentando paulatinamente de forma espontánea a través de los firmes resortes de nuestra memoria más lejana. Repertorio continuado de evocaciones convergentes en un mismo lugar que nos hará regresar poco a poco del letargo en que el reloj nos ha tenido cautivos durante meses.
Proemio sinfónico interpretado por la tibieza floreciente del sol acariciando nuestras sienes; el naranjo que reestrena su traje salpicado de níveos azahares; la propina generosa y acompasada de la luz al terminar cada tarde; el perfume de mil y una fragancias conocidas inundando plazas, esquinas y callejones; la ausencia nostálgica de los que nos enseñaron cómo y dónde estar para no perdernos un detalle; una foto sencilla con porte de mujer pregonera asomando a un cartel de tertulia añeja; la ilusión renovada de ansias como si nuestra existencia comenzara verdaderamente esta vez; el gozo de los recuerdos mejor guardados; la impaciencia de quien sabe que lo que se avecina es un volver a nacer; un ensayo nocturno de nobles parihuelas con fantasmas inmóviles envueltos en sábanas blancas; los últimos cultos internos que completan un rosario interminable de quinarios, novenas y besapiés; un puesto de incienso y romero del que surgen volutas de humo perfumando los aledaños de una plaza con nombre de pan; un antiguo escaparate con nazarenos en miniatura bañados en caramelo y más adelante otro con bandejas llenas de torrijas empapadas en vino solera y miel; una banda de vientos metálicos y tambores tronando partituras de siempre al cobijo de los muros pétreos de un puente del siglo diecinueve; un Vía-Crucis con Dios hecho hombre repartiendo invitaciones a quienes sepan leer los renglones que sólo Él sabe trazar; el vaivén acompasado de afilados capirotes anhelando su primera procesión; la danza anual de las túnicas acudiendo a la lavandería para quedar impolutas; un eterno pregón sin escribir custodiado en el cajón de la más sentida memoria de quien siempre supo que nunca lo podría decir; aquellas manos primorosas dedicadas por entero al trabajo de una saya azul bordada en plata y su amor desmedido por entregar a tiempo la pieza que estrenará un martes por la tarde la vecina más hermosa del barrio de San Bartolomé paseando bajo admirable palio convertido en templete; todo eso y más llena a rebosar las fechas que anteceden a las jornadas supremas, a esto y más llamamos vísperas sin saberlo, sin saber exactamente de qué hablamos. Porque mientras nos traen puntuales los mensajes que cada año esperamos y les dedicamos tiempo en resolver cómo y de qué manera transcurren, se nos escapan de entre las manos de la misma forma que luego ocurrirá con los días que configuran la verdadera vida de esta ciudad.
Así es. Y cuando concluya este introito de suave melodía y los instrumentos convocados ya estén perfectamente afinados, dará comienzo la más extraordinaria fiesta primaveral que puedan disfrutar los sentidos. Una orquestación de imágenes, sonidos y olores que harán culminar esta sucesión de horas en que pondremos todo nuestro afán para que hasta la última gota de cera cumpla su tarea de iluminar el camino de los que ven y los que no ven. Ese es el cometido de las vísperas, esa es su misión. Despertarnos cariñosamente y avisarnos entre murmullos de lo que ya sabemos de antemano: que tenemos que preparar sin prisas pero sin pausas la conmemoración más solemne del Hijo de Dios, la que nos recuerda cada año que por nosotros se hizo hombre; bajó a la tierra para padecer, morir en la cruz y al tercer día retornar gloriosamente tras la anunciada resurrección.
A estas alturas ya no quedan dudas. Desde que el sacerdote nos dibujó con ceniza de olivo bendecido una cruz en la frente y nos susurró al oído memento homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris, los días del almanaque se suceden parsimoniosamente uno detrás de otro con cuentagotas y vamos aprendiendo que todo va quedando más cerca. Estos son los días a modo de prefacio o preludio en que la intensidad de las emociones y el sentimiento irá aumentando paulatinamente de forma espontánea a través de los firmes resortes de nuestra memoria más lejana. Repertorio continuado de evocaciones convergentes en un mismo lugar que nos hará regresar poco a poco del letargo en que el reloj nos ha tenido cautivos durante meses.
Proemio sinfónico interpretado por la tibieza floreciente del sol acariciando nuestras sienes; el naranjo que reestrena su traje salpicado de níveos azahares; la propina generosa y acompasada de la luz al terminar cada tarde; el perfume de mil y una fragancias conocidas inundando plazas, esquinas y callejones; la ausencia nostálgica de los que nos enseñaron cómo y dónde estar para no perdernos un detalle; una foto sencilla con porte de mujer pregonera asomando a un cartel de tertulia añeja; la ilusión renovada de ansias como si nuestra existencia comenzara verdaderamente esta vez; el gozo de los recuerdos mejor guardados; la impaciencia de quien sabe que lo que se avecina es un volver a nacer; un ensayo nocturno de nobles parihuelas con fantasmas inmóviles envueltos en sábanas blancas; los últimos cultos internos que completan un rosario interminable de quinarios, novenas y besapiés; un puesto de incienso y romero del que surgen volutas de humo perfumando los aledaños de una plaza con nombre de pan; un antiguo escaparate con nazarenos en miniatura bañados en caramelo y más adelante otro con bandejas llenas de torrijas empapadas en vino solera y miel; una banda de vientos metálicos y tambores tronando partituras de siempre al cobijo de los muros pétreos de un puente del siglo diecinueve; un Vía-Crucis con Dios hecho hombre repartiendo invitaciones a quienes sepan leer los renglones que sólo Él sabe trazar; el vaivén acompasado de afilados capirotes anhelando su primera procesión; la danza anual de las túnicas acudiendo a la lavandería para quedar impolutas; un eterno pregón sin escribir custodiado en el cajón de la más sentida memoria de quien siempre supo que nunca lo podría decir; aquellas manos primorosas dedicadas por entero al trabajo de una saya azul bordada en plata y su amor desmedido por entregar a tiempo la pieza que estrenará un martes por la tarde la vecina más hermosa del barrio de San Bartolomé paseando bajo admirable palio convertido en templete; todo eso y más llena a rebosar las fechas que anteceden a las jornadas supremas, a esto y más llamamos vísperas sin saberlo, sin saber exactamente de qué hablamos. Porque mientras nos traen puntuales los mensajes que cada año esperamos y les dedicamos tiempo en resolver cómo y de qué manera transcurren, se nos escapan de entre las manos de la misma forma que luego ocurrirá con los días que configuran la verdadera vida de esta ciudad.
Así es. Y cuando concluya este introito de suave melodía y los instrumentos convocados ya estén perfectamente afinados, dará comienzo la más extraordinaria fiesta primaveral que puedan disfrutar los sentidos. Una orquestación de imágenes, sonidos y olores que harán culminar esta sucesión de horas en que pondremos todo nuestro afán para que hasta la última gota de cera cumpla su tarea de iluminar el camino de los que ven y los que no ven. Ese es el cometido de las vísperas, esa es su misión. Despertarnos cariñosamente y avisarnos entre murmullos de lo que ya sabemos de antemano: que tenemos que preparar sin prisas pero sin pausas la conmemoración más solemne del Hijo de Dios, la que nos recuerda cada año que por nosotros se hizo hombre; bajó a la tierra para padecer, morir en la cruz y al tercer día retornar gloriosamente tras la anunciada resurrección.