Se escapaba la mirada hacia el horizonte desnudo de pensamientos sobrantes,
libre de incómodos prejuicios. Con el habla vacía y la palabra dormida, dejaba
que los huecos de su mente viajaran errantes lo que quisiesen o necesitaran. Y en
aquella hora, todo lo que podía escuchar era el inmenso eco de la sucesión de silencios
que envolvía las caras y aristas de su existencia como unas manos guardianas
acariciando la piel más delicada de la tierra. Aquel silencio nacido en las entrañas
del universo acudiendo leal para poner en orden el bochornoso desorden de los
días, para calmar los profundos alaridos de su trastienda, para serenar el grave
tumulto de sus razones y desmanes. Fiel compañero y aliado en los peores
trances que podía entregar el largo calendario de ausencias. Un silencio detrás
de otro sujetándole, tal vez, en una abismal caída sin retorno, equilibrando
por dentro y por fuera de sus muros, las obras y voluntades más naturales. Por
eso regresaban al dintel de la conciencia, para rescatarle del aulladero, para
redimirle de sus torpes errores, para curar los restos cansados del alma.