Es cierto, pertenecemos a una sociedad en la que
cada paso que damos está pensado, planificado y programado con exagerada anticipación
muchas de las veces, sin apenas darnos cuenta de que cuando llega el momento del
acontecimiento, casi no nos causa ninguna emoción destacable que llevarnos.
Sin embargo, también es posible que alguna vez nos
hayamos encontrado con una experiencia no prevista, no pensada ni planificada
con tanta antelación como ya acostumbramos, y entonces resulta que la disfrutamos
con verdadera intensidad, con los sentidos desbordados ante la enorme sorpresa
que nos rodea. Las emociones que se desencadenan junto a las sensaciones son de
tal magnitud que se quedan grabadas profundamente hasta el punto de casi
dejarnos aturdidos preguntándonos: “¿Y cómo ha podido ocurrir todo esto si yo
no lo había organizado para que saliera tan bien como ha salido?” Estas
ocasiones son las que suelen quedarse en el recuerdo más reservado, estas son
las veces que posteriormente traeremos a nuestras conversaciones reviviéndolas una
y otra vez porque las emociones surgidas son las que nos marcan y dejan huella
para siempre.
Dedicar tanto tiempo y esfuerzo en preparar algo, puede
llegar a desnaturalizarlo o desvirtuarlo, y cuando estamos en el momento de la
verdad sólo nos queda la molesta impresión de llevar demasiados días e incluso
semanas inmersos en dicha experiencia por lo que ya no resulta tan atractiva ni
apetecible como en un primer momento. Uno se ve extrañamente saturado.
Por eso, recomiendo, en un mundo como el de hoy y a
esta hora, en lo posible no planificar tanto la vida, las experiencias y los
eventos que nos esperan, y aceptar esas ocasiones que a veces se presentan de
repente dejando margen generoso a la improvisación, a la sorpresa, a la
aventura y permitir a las emociones liberarse, desencadenarse con albedrío para
encontrarse con nosotros tranquilamente. Seguro que podemos terminar
construyendo algo tan interesante que merezca la pena ser conservado en el baúl
de los recuerdos.