A estas alturas del calendario ya no quedan dudas.
Desde que el sacerdote nos dibujó con ceniza de olivo bendecido una cruz en la
frente y nos susurró gravemente al oído, “Memento
homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris”, los días del almanaque se
suceden parsimoniosamente uno detrás de otro con cuentagotas y vamos
aprendiendo que todo va quedando más cerca. Estos son los días a modo de
prefacio o preludio en que la intensidad de las emociones y el sentimiento irá
aumentando paulatinamente de forma espontánea a través de los firmes resortes
de nuestra memoria más lejana. Repertorio continuado de evocaciones
convergentes en un mismo lugar que nos hará regresar poco a poco del letargo en
que el reloj nos ha tenido cautivos durante meses.
Proemio sinfónico interpretado por la tibieza
floreciente del sol acariciando nuestras sienes; el naranjo que reestrena su
traje salpicado de níveos azahares; la propina generosa y acompasada de la luz
al terminar cada tarde; el perfume de mil y una fragancias conocidas inundando plazas,
esquinas y callejones; la ausencia nostálgica de los que nos enseñaron cómo y
dónde estar para no perdernos un detalle; una foto sencilla con porte de mujer
pregonera asomando a un cartel de tertulia añeja; la ilusión renovada de ansias
como si nuestra existencia comenzara verdaderamente esta vez; el gozo de los
recuerdos mejor guardados; la impaciencia de quien sabe que lo que se avecina
es un volver a nacer; un ensayo nocturno de nobles parihuelas con fantasmas
inmóviles ocultos en blancas sábanas; los últimos cultos internos que completan
un rosario interminable de triduos, quinarios, novenas y besapiés; un puesto de
incienso, carbón y romero del que surgen volutas de humo perfumando los
aledaños de una plaza con nombre de pan; un antiguo escaparate con tramos de nazarenos
en miniatura bañados con caramelo y más adelante otro con bandejas llenas de torrijas
empapadas en vino solera y miel; una banda de vientos metálicos y tambores tronando
partituras de siempre al cobijo de los muros pétreos de un puente decimonónico;
un Vía Crucis con Dios hecho hombre repartiendo invitaciones a quienes sepan
leer los renglones que sólo Él sabe trazar; el vaivén acompasado de afilados capirotes
anhelando su estreno en la procesión; la danza anual de las túnicas acudiendo a
la lavandería para quedar impolutas; un eterno pregón sin escribir custodiado
en el cajón de la más sentida memoria de quien siempre supo que nunca lo podría
decir; aquellas manos primorosas dedicadas por entero al trabajo de una saya
azul bordada en plata y su amor desmedido por entregar a tiempo la pieza que estrenará
un martes por la tarde la vecina más hermosa del barrio de San Bartolomé paseando
bajo admirable palio convertido en templo efímero; todo eso y más, llena a
rebosar las fechas que anteceden a las jornadas supremas. A esto y más llamamos
vísperas sin saberlo, sin saber exactamente de qué hablamos. Porque mientras
nos traen puntuales los mensajes que cada año esperamos y les dedicamos tiempo en
resolver cómo y de qué manera transcurren, se nos escapan de entre las manos de
la misma forma que luego ocurrirá con los días que configuran la verdadera vida
de esta ciudad.
Así es. Y cuando concluya este introito de suave
melodía y los instrumentos convocados ya estén perfectamente afinados, dará
comienzo la más extraordinaria fiesta primaveral que puedan disfrutar los
sentidos. Una orquestación de imágenes, sonidos y olores que harán culminar
esta sucesión de horas en que pondremos todo nuestro afán para que hasta la
última gota de cera cumpla su tarea de iluminar el camino a los que ven y a los
que no ven. Ese es el cometido de las vísperas, esa es su misión. Despertarnos
cariñosamente y avisarnos entre murmullos de lo que ya sabemos de antemano: que
tenemos que preparar, sin prisas pero sin pausas, la conmemoración más solemne
del Hijo de Dios, la que nos recuerda cada año que por nosotros se hizo Hombre,
bajó a la tierra para padecer, morir en la cruz y al tercer día retornar gloriosamente
tras la anunciada resurrección.