Nadie se lo había dicho nunca, pero siempre comprendió que hay un antes y
un después de haber vivido semejante experiencia. Sabía que nada vuelve a ser
lo mismo cuando todo ha concluido y no queda ninguno de los suyos en la calle. Esa
ocasión fue como las precedentes, como si su propia vida se acabase y
milagrosamente volviese a comenzar en un abrir y cerrar de ojos que venía a
durar algo más de seis horas. Tiempo de sobra para convocar a solemnidad los
más recónditos sentimientos y las más íntimas plegarias con las que tejer un
purificador reencuentro con lo metafísico de su pasado, presente y futuro. La fría
noche, sabedora de las verdades de cada uno, transcurrió como un hondo y largo
suspiro. Como si el novísimo aire inspirado le reformara por dentro hasta las
mismas esencias del espíritu, y el viejo aire expulsado alejara para siempre
todo lo miserable que era capaz de albergar cual criatura imperfecta nacida de
la misericordiosa voluntad del Padre.
Aquella vez, justificadamente apartado de la calurosa compañía de su Madre
celestial, como un humilde Nicodemo que se reviste con el pesado manto de una desconocida incertidumbre, cruzó
gravemente la eterna Madrugada portando enérgico y convencido una escalera de
madera oscura con la que ayudar honrosamente a iluminar el difícil y tormentoso
camino del Señor, pero también con la que elevar sus más puras y preciadas oraciones
a la mansedumbre del serenísimo rostro de aquel Dulcísimo Jesús Nazareno. Luz y
oraciones. Oraciones para encontrar la luz necesaria. Luz para entender el
último sentido de lo que sólo puede conjeturarse más allá de la implorante rogativa.
Foto: Fran Silva |
Así atravesó en meditación el inconfundible laberinto de la ciudad hasta
llegar a la gigantesca y apabullante Iglesia Catedral donde aguardaba
inconmensurable, su Divina Majestad en el refulgente Monumento preparado para el
acontecimiento. Allí fue el silencio, el inmutable silencio que parecía como si
la faz entera de la Tierra contuviera el aliento hasta sus más abismales confines.
Allí fue la doble genuflexión presentando confiadamente el alma ante el supremo
Hacedor a modo de respetuoso y reverencial saludo.
Ya de vuelta, recién recogida la misteriosa estantigua en su modesta
capilla, cuando pudo volver la vista atrás por primera vez, todavía abrazado al
particular recogimiento que le imbuía, y cubierto por la densa oscuridad que
invadía las naves, sólo débilmente afligida por las argénteas luminarias del
paso del Señor, se detuvo petrificado con los ojos abiertos de par en par al
comprobar que a lo largo del camino habían quedado esparcidas, como las sacras cuentas
de un rosario de amor, todas aquellas súplicas por cada ausencia de los suyos, todos
los ruegos por tantas intenciones, por tanta necesidad, tanto vacío y soledad.
En verdad pareciera que no habían subido por aquella escalera como él hubiera
deseado, porque allí mismo, después de haber seguido sus pasos con el mayor sigilo
posible, permanecían mirándole de pie en la puerta, leales y complacidos, sus
seres queridos que ya fueron llamados al cielo, acabando de recoger cuidadosamente
las mismas cuentas de sus oraciones para tomarlas como propias y mostrarlas ante
Dios; y al fin, para custodiarlas sine
die mientras a él se le concediera la gracia de continuar su existencia, la
que justamente venía ocurriendo los últimos años, entre el indefectible final
de una hermosa Madrugada y el anhelado principio de la siguiente.
Foto: Aguilar Ariza |