En este año 2015 recién estrenado, propongo la primera entrada de Tanquanovis
para ensalzar y recordar a una persona de gran peso moral en mi vida. Alguien
que me infundió enorme ejemplo desde el primer momento que le conocí. Ya ha
transcurrido un año desde que nos dejó para presentarse ante el Altísimo, ligero
de equipaje y con la verdad por delante de un hombre bueno. Un año, justo el
tiempo que he necesitado para poder escribir algo sobre él. Se trata de Don
Eduardo Ybarra Hidalgo. El impacto que me causó la noticia de su muerte, a
pesar de que su progresivo deterioro presagiaba lo peor, impidió que fuera
capaz de superar la orfandad de palabras a la que me he visto sometido para
poder expresar adecuadamente mi congoja por su fallecimiento y admiración por
su calidad humana. Doy luz, de esta manera, a una tarea que me debía y se la
debía por convencimiento propio. Pero ante todo, quiero comenzar mis palabras
dando firme testimonio de que era un señor de enorme humildad y un caballero de
profundas convicciones religiosas además de un hombre de orden y razón como
pocos pueda uno encontrarse. Le recuerdo en los años 90 con corbata y traje
oscuros por la calle Pajaritos volviendo de sus tareas inherentes al cargo que
ostentaba como Director de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras
cuya sede compartida con la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungría sigue
estando situada en la Casa de los Pinelo de la calle Abades. Era
inconfundible su aspecto de gentleman
inglés caminando sosegadamente.
Fue también mi Hermano Mayor, puesto que mi ingreso en la Primitiva
Hermandad de los Nazarenos de Sevilla se produjo cuando a él le
correspondía dirigirse, vestido de ruán y esparto, a todos los nazarenos en el
anual fervorín para recordarnos, por si alguien tuviera dudas, quiénes éramos,
de dónde veníamos y por qué estábamos allí congregados. Era él porque a
continuación se colgaba del cuello el cordón de plata del que pendía la llave
del sagrario de la Real Iglesia de San Antonio Abad en aquellas primeras
madrugadas inolvidables que marcaron a un servidor para siempre. Han pasado
casi 25 años y las cosas son algo distintas dentro de aquellos muros, pero esos
buenos ratos de convivencia en la salita de la casa hermandad compartiendo
bebida y papelón de pescado frito no han sucumbido. Recuerdo que alguna vez también
pude compartir con él reunión de estas características y hasta tener el gusto de servirle manzanilla de Sanlúcar en su catavino por estar sentado muy próximo
a mí.
Fue nieto de Don Tomás Ybarra y González, hijo de Don Eduardo
Ybarra Osborne, ambos Hermanos Mayores de la cofradía, y sobrino de Don
Luis Ybarra Osborne, figuras muy importantes para entender el devenir de la
Archicofradía a finales del siglo XIX y a lo largo del XX. No podía haber dudas
sobre su cuna nazarena con estos mimbres. Inscrito en ella desde su nacimiento,
vistió como paje desde muy niño llegando a ser número uno de la nómina de hermanos
hasta el fin de sus días en que fue amortajado con su túnica de ruán.
Perteneció a distintas Juntas de Gobierno desempeñando diferentes funciones y a mediados de los 80 fue elegido Hermano Mayor durante seis años en
los que abrió las puertas de la Hermandad dando con ello un giro al carácter
que la definía desde hacía tantas décadas. Acabada la Semana Santa de 1988 tuvo
el honor de recibir a Don Balduino y Doña Fabiola, reyes de los belgas.
Habían presenciado la salida de la Hermandad en la Madrugada Santa de aquel año
y posteriormente tuvieron notable interés por visitar las dependencias y
charlar con el Hermano Mayor y Junta de Gobierno, lo que tuvo lugar el Domingo
de Pascua de Resurrección.
A pesar de sus inevitables achaques, logró participar en la procesión
extraordinaria del 9 de mayo de 2004 que la Hermandad celebró para conmemorar
el sesquicentenario de la proclamación del Dogma de la Pura e Inmaculada
Concepción de Santa María Virgen. Solemne, serio y fiel a sí mismo y a sus
raíces, acompañaba con vara al Guión Romano. Yo le podía ver desde atrás mientras
portaba la Cruz Parroquial delante del palio de María Santísima de la
Concepción. Todo un honor y todo un privilegio.
No olvidaré tampoco la última vez que le vi revestido de ruán y esparto accediendo
a la iglesia desde el atrio dispuesto a iniciar la anual estación de penitencia
a la Santa Iglesia Catedral. Necesitaba ya la ayuda de su hijo Alberto, actual
Hermano Mayor de la Hermandad. Quizá se trataba de su última Madrugada. Estoy
seguro de que tomar la decisión de no continuar debió de ser muy triste y doloroso
para él y los suyos. Me pongo en su lugar y no encuentro palabras para ello.
El principal y más sobrecogedor recuerdo que conservo de él corresponde a
la última vez que estuve a su lado. Era una tarde de primavera de hace unos
ocho o nueve años. Fue en su casa de la calle San Vicente. Tuvo la deferencia y
la amabilidad de abrirme las puertas de su hermosa y señorial casa cuando se
percató de que yo observaba con gran interés la antigua dolorosa de nuestra Hermandad
desde el zaguán a través de las cristaleras de la puerta de entrada. No lo dudó
un instante y me hizo pasar para contemplar la talla de cerca. Inmediatamente
comenzó un diálogo inolvidable. Me contó los avatares de la imagen hasta llegar
allí y desde luego dejaba patente su devoción y cariño por nuestra antigua
titular mariana. Fueron verdaderos momentos de conmoción para quien escribe
esto porque este cordial encuentro no estaba previsto en absoluto. Sin embargo,
se desarrolló con toda naturalidad y ambos disfrutamos mucho de la charla.
Después me invitó a pasar a su biblioteca en donde quedé mudo ante la cantidad
de volúmenes que había ido depositando a lo largo de los años. Me recordó, con
toda generosidad, que cada uno de aquellos libros siempre estaba a disposición
de cualquier estudiante o investigador que lo necesitase. En ese momento ya se habían
incorporado a la reunión su esposa, María Antonia, y su hija mayor, Emilia,
mujer de nuestro capataz Don Antonio de León Pérez, desgraciadamente
fallecido hace sólo unos días y que Dios tenga en su gloria. La hospitalidad de
Don Eduardo no cesó en ningún momento, hasta el extremo de que, para mi
mayúscula sorpresa, tuvo a bien obsequiarme con el último libro de su colección
de “Sevillanías”. Era el sexto volumen con el cual yo completaba mi
colección personal. Para mí ha sido desde entonces un singular tesoro que
conservo celosamente con todo el cariño y afecto posibles. Habíamos hablado ya de
nuestro orgullo por ser primitivos nazarenos y del inmenso significado que
tenía para nosotros la Hermandad como estilo de vida. Estas declaraciones nos
unieron emocionalmente allí mismo, y si no fuera porque la vida nos había
situado en etapas de la historia algo alejadas, bien habría valido el comienzo
de una buena amistad.
A pesar de no haberle vuelto a ver desde entonces, su constante presencia
en mi recuerdo no ha cesado nunca. Siempre que he tenido ocasión he preguntado
por su salud a sus familiares más allegados. Y así supe que, como suele ocurrir
a los hombres buenos de Dios, su hálito se iba consumiendo poco a poco como el
pabilo de un cirio, lenta e inexorablemente. Sin embargo, su figura, su
ejemplo, su clase y su estilo permanecerán indefectiblemente mientras vivamos
los que le conocimos. Por eso, quiero desde estos humildes renglones,
rendir mi sencillo homenaje, mi profundo recuerdo y mi sincero respeto y agradecimiento
a quien tanto dio a Sevilla y a su Primitiva Hermandad de los Nazarenos.
D.E.P.