jueves, 25 de agosto de 2011

San Luis IX, Rey de Francia

Comprendió que todas las cosas de este mundo le pertenecen al rey del cielo.

Nació el 25 de Abril de 1214, en Poissy, cerca de París. Sus padres fueron el rey Luis VIII y Blanca de Castilla. Fue primo hermano del rey Fernando III de Castilla. Tuvo por madre a una mujer admirable que se preocupó por hacer de él un cristiano fervoroso y un gobernante intachable. Esta mujer formidable le repetía a su hijo: "Te amo muchísimo, pero preferiría mil veces verte muerto antes que saber que has cometido un pecado mortal". El pequeño Luis, con sólo 12 años, fue proclamado como Luis IX en 1227 al morir su padre aunque durante los primeros años estuvo bajo la regencia de su madre. En 1235 se casó con Margarita de Provenza y con ella tuvo 11 hijos a los que personalmente dio una excelente educación. Fue un esposo y padre ejemplar.

San Luis se distinguió por un profundo espíritu de penitencia y oración. No se dejó engreír por su poder. Se preocupó por la paz entre las naciones y el bien temporal y espiritual de sus súbditos. Fue un rey enérgico que supo defender a la Iglesia y buscar la justicia. Era considerado, especialmente con los pobres. Perteneció a la Orden Tercera Franciscana. Fundó muchos monasterios y construyó la famosa Saint-Chapelle en París, cerca de la catedral de Notre Dame, para albergar una gran colección de reliquias.

Supo guiar a sus ejércitos para defender a Francia. Venció al Rey Enrique III de Inglaterra en Tailebourg en 1242. Dirigió dos cruzadas con el propósito de arrestar la invasión de los musulmanes y liberar el sepulcro de Cristo. En la primera cayó prisionero en Egipto y durante la segunda murió de disentería cerca de Cartagena (norte de África) en 1270. Tenía 55 años, de los cuales reinó 44. A su muerte le sucedió en el trono su cuarto hijo, Felipe el Atrevido.

Fue canonizado en 1297.
San Luis IX de Francia e hijo. (El Greco)



lunes, 22 de agosto de 2011

Amicus

Para ser sincero, después de tantos años no acabo de entender bien esto de la amistad. Uno crece y recorre el camino de la vida pensando que los amigos que va haciendo son asidero y refugio para los malos y los buenos momentos, y sin embargo, un buen día al echar la vista atrás contempla estupefacto la cantidad de “cadáveres” que se han ido quedando. Es verdad aquello que se dice de que se cuentan con los dedos de una mano y te sobran algunos dedos… o todos, según la época del año o el momento de tu vida. Así de triste y lamentable. No son estos tiempos para pensar en los valores básicos que se debe hallar en las amistades. Teniendo amigos así no hace falta buscar enemigos. ¿Dónde quedan la bondad, la confianza, la sinceridad, la entrega, la verdad, la generosidad, etc.?

Cansan tanta falsedad, tanta hipocresía y tanta impostura.

jueves, 4 de agosto de 2011

Cabeza del rey don Pedro

Época salpicada de sangrientas guerras civiles entre reinos cristianos, Pedro I de Castilla reinaba en los territorios peninsulares excepto el Reino de Granada. Residiendo en el Alcázar de Sevilla ocurrió lo que a continuación relatamos. Era hombre de carácter fuerte y su presencia en Sevilla no fue bien entendida por los amos y señores de la ciudad, la familia de los Guzmanes. Uno de ellos, pendenciero y vividor como el rey, no tuvo reparos en ir por la ciudad opinando en público que Don Pedro no era digno de ser rey. Con fama de mujeriego, sádico y enemigo jurado de la nobleza, a la que esperaba ver sometida pronto a la monarquía, la figura de Don Pedro no gozaba de simpatías populares y mucho menos de las nobiliarias. Ni siquiera los Ponce de León eternamente enfrentados a los Guzmanes.


Lo cierto es que llegado a un punto, el rey decidió acabar con aquella situación de la que era buen conocedor y cortar de raíz aquella lengua que le ofendía. Pudiendo enviarle directamente al cadalso o al verdugo, prefirió retarle a un duelo caballeresco en privado evitando con ello un posible alzamiento. Hizo llegar a su contrincante el recado de encontrarse en la Alfalfa, céntrico lugar donde abundaban los carboneros. Sería de noche bien cerrada para que el anonimato fuera absoluto. El ofensor aceptó y ambos se encontraron de madrugada en el lugar concertado. El rey Don Pedro retó de frente con su espada al Guzmán. Comenzaron la lucha allí mismo y la estrechez de la calle hizo que el ruido subiera hasta las habitaciones del vecindario despertando a una vieja, madre de un carbonero que a esa hora buscaba el sustento en el Arenal, en torno a una de las puertas de la muralla donde se daba cita el oficio por lo que se llamó Postigo del Carbón. Asustada se levantó y abrió con miedo el postiguillo de la ventana sin atreverse a asomar la cabeza. A la luz del candilejo que había en la calle distinguió las sombras de los duelistas al tiempo que llegaba a sus oídos el jadeo de sus esfuerzos. Aguzó la vista aquella señora cuando un alarido de dolor desgarró la tibieza de la noche primaveral cayendo una de las figuras al suelo recostada sobre un abrevadero alimentado por los Caños de Carmona. Del homicida sólo llegó a oír la frase: “Así sabrá Sevilla cómo defiende su honor el rey.” A continuación soltó una carcajada y se marchó del lugar rumbo a la collación de El Salvador. La vieja logró distinguir su poderosa efigie dando zancadas al contraluz del candilejo.


Los lamentos del herido se habían extinguido y la vieja cerró su postiguillo sin poder contener más la respiración y volvió a la cama aterrada por lo que había presenciado. No pudo dormir el resto de la noche y en cuanto clareó el alba abrió de nuevo su ventana comprobando que el cuerpo ya no estaba allí quedando sólo un gran charco de sangre que delataba lo sucedido. Se veía que el farolero había encontrado la víctima al apagar el candilejo y había avisado a la Justicia que a su vez alertó a los Guzmanes para que se hicieran cargo del cadáver.


De estirpe corajuda y decidida que desde la reconquista tenía a Sevilla como suya, los Guzmanes ultrajados no tardaron en presentarse en delegación ante el rey exigiendo que capturase al culpable y lo enviase a la horca invocando sus títulos y grandezas, méritos de guerra y blasones. Don Pedro les atendió con desacostumbrada amabilidad y condescendencia de forma que la delegación salió complacida del salón de embajadores considerando cambiar de opinión sobre su sanguinario interlocutor. Incluso les prometió colocar su cabeza en una pica allí donde se produjo el asesinato, y como muestra de buena voluntad ofreció mediante edicto mil doblones de oro a quién proporcionara información veraz que permitiera arrestar al asesino.

Cuando el carbonero llegó a su casa, poco después del amanecer, su madre le refirió atribulada cuanto había sucedido dando cuenta de lo comprometedor de su casual testimonio. Tras intentar calmar a su madre salió a la calle a procurar la venta de su mercancía y se encontró pegados en la pared los carteles del nuevo edicto. Enterado de lo que ponían volvió de nuevo a su casa contando a su madre lo que había visto y no se pensó dos veces solicitar audiencia con el mismo rey con el salvoconducto de que tenía los informes solicitados públicamente. Al entrar en el salón de embajadores y tras las reverencias oportunas, solicitó al rey apartarse a un rincón de la estancia donde le diría en privado el nombre del asesino. Don Pedro accedió no sin que antes fuera registrado el carbonero por la guardia. Ya a su lado, dijo al rey que si se asomaba a una ventana situada en un costado de la habitación vería al reo. Tal ventana era un enorme espejo en donde el rey sintióse descubierto y siguiendo la corriente contempló su imagen reflejada con cortés templanza. Asió del brazo al carbonero y él mismo le hizo entrega de la bolsa con la recompensa al tiempo que le imponía todo el silencio que era capaz de dictar por su posición.


Inmediatamente un edicto anunció la captura del asesino y los Guzmanes se presentaron prestos para ver cumplido lo pactado. El rey mandó llevar la cabeza del culpable dentro de una caja de madera hasta el lugar del crimen y hasta hizo cavar una hornacina en la fachada de la casa del carbonero para colocar el cajón y por el momento los Guzmanes hubieron de conformarse sin conocer la identidad de quien había arrebatado la vida a uno de los suyos.


Fallecido Don Pedro a manos de su hermano, los Guzmanes se apresuraron a abrir la caja para despejar la incógnita de la identidad del infame. Cuando vieron una cabeza de piedra procedente de una estatua del rey Don Pedro que había en el Alcázar, aquellos altivos representantes de la más alta alcurnia sevillana quedaron verdaderamente desazonados. Pero como demostración de que lo que se acuerda con un Guzmán se cumple tarde o temprano, mandaron poner la cabeza en la hornacina “para general escarmiento y prueba de que hasta un rey de Castilla paga los agravios infligidos a un hijo de la Casa de Guzmán”.

Por eso, todavía hoy podemos ver la susodicha cabeza de piedra en la hornacina, dando nombre a la calle Cabeza del Rey Don Pedro, junto a la calle Candilejo.